Una luz pálida se asomaba en la ventana, como tratando de ver lo que
ocurría. Hacía frío. Él estaba sentado en el suelo, observándolo,
abandonado en su mirada y nada más. Sus ojos se habían sumergido en el
espacio que quedaba entre los azulejos mugrientos del piso y el infinito
supuesto detrás de ellos, con ese mirar perdido de alguien consumido en
sus fantasías, absorto, desenfocado de este mundo. Parecía que el alma
se le estuviera saliendo a través de la pupila, que apenas algo le
quedara de ella en aquel cuerpo. Solo su respiración leve y casi
ahogada, uno que otro parpadeo, recordaban que aquello aún tenía vida.
Al
menos había parado de llorar. Aquel cuadro habría sido aun más
deprimente. Quizás él era el único que podía entender lo que lo
desgarraba, la inmensa angustia que le trituraba ese poquito de alma.
Apoyaba su mentón sobre las rodillas, tratando de abrazarse las piernas
como un último consuelo. Detrás de aquella mirada habían comenzado a
arremolinarse los recuerdos de unos tiempos diferentes, de momentos en
los que en el aire podía olerse cierto polen de felicidad, o al menos de
alegría —que alguna diferencia tienen— o de quietud, de paz,
tranquilidad, de lo que fuera. Seguramente el único consuelo en la
memoria. Recordaba las tardes de basketball con su papá, privilegios
algo escasos; las veces en que ayudaba a su mamá con el almuerzo y podía
abrazarla sin temor a decirle que la quería; esas raras ocasiones en
las que dejaba salir lo emocional sin importarle las miradas; las
cotidianidades; los días en que podía andar libremente por su casa sin
mayor temor, sin tanto acecho sofocante, porque había sabido camuflarse y
pretender; aquellos amigos incondicionales, los que habían jurado ser
para toda la vida, con los que había compartido tantas diversiones y
reveses; aquellos días, aquella tranquilidad, aquel recuerdo que parecía
ya haber muerto. Ahora cada rostro, cada memoria, se convertía en una
mirada amenazando como fieras, y un par de lágrimas brotaron de sus
ojos.
Solo un recuerdo quedaba ya en su mente. Una revista y un
infierno desatado. Su papá furioso golpeando la puerta, entrando con
violencia, agarrándolo de la camisa y gritándole «¡¿Qué carajos es
esto?!» mientras lo arrojaba contra la pared y el puño alzado. Su mamá
llorando, sin querer verlo nunca más. El amigo con quien había estado
haciendo tareas solo observaba inmóvil sin entender nada de lo que
pasaba. «¡¿Qué putas hacías con esta mierda?!» le seguía gritando el
papá con la cara enrojecida por la ira. Él solo lo miraba paralizado de
miedo. Su pesadilla más temida sucediendo. No podía creer que fuera
cierto. Parecía que no importaba que su amigo todavía estuviera allí.
Solo vio cómo el papá lo golpeaba sin alguna compasión y lo tiraba al
suelo. El amigo logró ver la revista cuando el papá había terminado y se
la lanzó a la cara. De inmediato le dio asco pensar que ese infeliz
allí tendido alguna vez haya sido su amigo. «¡Te largas ahora mismo de
esta casa! No quiero un maricón viviendo aquí», terminó de gritarle el
papá mientras salía golpeando las paredes y la mamá le pedía al amigo
que se retirase. Ya era demasiado tarde.
Se quedó allí en el
suelo, todavía sintiendo los gritos, los golpes, los moretes palpitando y
la sangre saliéndole por la nariz. Lloró. Lloró adolorido hasta el alma
y preguntándose por qué había sido tan estúpido. Se quedó un rato
ahogándose en su pena, en esa angustia densa que lo aplastaba. No pudo
soportarla más. Se levantó, recogió apresurado y tembloroso algunas
cosas, las que pudo meter en una maleta vieja, y salió de prisa de la
casa aún con lágrimas en los ojos. Ni siquiera dijo adiós a sus papás,
no quisieron ni mirarlo. Solo la maleta y unos pocos billetes ahorrados
eran su compañía ahora.
Trató de buscar ayuda con esos "amigos
incondicionales", pero la noticia ya había comenzado a dispersarse. Se
encontró solo con puertas cerrándose y unos «Lárgate de aquí, maldito
maricón», entre otras expresiones de asco y desprecio. Uno incluso salió
impulsivamente de la casa y comenzó a golpearlo. Pelearon hasta que su
nariz comenzó a sangrar de nuevo y el otro lo empujó diciendo «Aléjate
de mí, pervertido de mierda». Estaba solo, con su mundo destruido,
moretones en la cara, desfigurado y sangrando desde el alma, solo algo
de dinero y sin tener dónde dormir. De todo lo que había sostenido su
mundo: su familia, sus amigos, ahora solo le quedaba la repugnancia de
sus miradas y el dolor. Todo desplomado en una sola tarde.
Apenas
logró levantarse para caminar y buscar un lugar para pasar la noche
antes de que oscureciera. Decidió ir a la casa de una tía, hermana de su
mamá, que vivía a unas calles de distancia. Llegó y se encontró con
unos ojos invadidos de tristeza. Le dio algo de dinero, y le dijo que se
hospedara en un motel a tres cuadras de allí donde cobraban barato.
«Ten cuidado».
Llegó al lugar. Estaba viejo y descuidado, la
atmósfera se espesaba con el humo cargado del cigarrillo y los olores
que no se sabe de dónde vienen, iluminada solo por unas luces
moribundas, deprimiendo aun más el espíritu. Le dieron una habitación.
El dinero apenas le alcanzó para una noche y tal vez algo de comer. Se
sentó al borde de la cama desgastada y con olores más que humanos. Quedó
en silencio. Se escuchaban los submundos rodeándolo al otro lado de los
muros. Rompió en llanto. Hundió la cabeza entre las manos y se ahogó en
su tormento. Todo su mundo destruido en un solo parpadeo. «¡¿Por
qué?!», se preguntaba entre lágrimas. Nadie a su lado, nadie con quien
contar. La más pura desolación. Un solo abrazo habría bastado para
reconfortarle el espíritu quebrado. Ya era noche y solo la luz de la
bombilla agonizante del lugar y la luz pública lo contemplaban,
filtrándose en la habitación a través de las persianas a punto de caerse
de la ventana. Al rato salió de la habitación hacia los demás mundos
ocultos allá afuera. Volvió con un alivio. Un poquito de polvo blanco en
el que se gastó lo que le quedaba de dinero. Quería olvidarse un
momento de aquella soledad, del abandono y el dolor que le roía el alma.
Se metió al baño, que por lo menos unos cuartos tenían uno propio,
aunque estuvieran ya pudriéndose en detrito.
«¡Hijos de puta!»
gritó como para sí mismo, para las paredes, para el vacío que lo
rodeaba. «¡Cómo me echaron de la casa siendo su propio hijo!». Ya estaba
en el suelo, bajo los efectos lenitivos del polvo y sus vapores. Se
calmó, mirando al piso, los ojos desconectados del mundo, el dolor
apaciguándose. Después de un tiempo, sin embargo, el llanto comenzó a
subir de nuevo por su garganta, hasta salir en lágrimas que rompieron el
silencio, uniéndose a la mugre de los azulejos del piso. Ahora no tenía
a nadie.
Al despertar eran ya las diez y media de la mañana. La
luz blanquísima y cegadora del sol le molestaba, aún sentía pesarle el
sopor de las drogas, aletargado, una especie de resaca que lo hizo
vomitar. Ni siquiera consideró ir al colegio, habría sido un suicidio
atreverse a poner un pie en aquel ambiente tan hostil. Las miradas
corrosivas se abalanzarían contra él, amenazando con apuñalarlo, y tal
vez hasta llegarían a pasar de la amenaza. Sentía que, de todas formas,
ya no tenía nada qué hacer allí. Debía irse del motel, solo había pagado
por una noche. Se dirigió a un parque, a sentarse en una banca y ver
cómo conseguía algo para comer. Al cabo de unas horas, cuando las
entrañas comenzaron a retorcerse entre sus ácidos, decidió probar suerte
acercándose a su casa. Tal vez sus papás se compadecerían, habrían
suavizado sus ánimos y lo aceptarían de regreso. Pero solo encontró el
mismo desprecio, el mismo asco, unos insultos y una puerta casi
estrellándose contra su nariz.
Tuvo que regresar al parque. En el
camino, pasó por una tienda, decidió entrar y se apresuró a tomar algo y
salir corriendo lo más rápido que la fatiga y su maleta le dejasen.
Serviría para calmar el hambre al menos un momento. «¡Detengan a ese
ladrón!», gritó el vendedor al darse cuenta. Por fortuna, nadie lo
atrapó y logró escapar y llegar al parque para comerse el pan y la
manzana que había logrado coger. De nuevo, se quedó esperando la nada,
viendo a la gente pasar, pensando en qué haría bajo la sombra de un
árbol, que era el único que no respondía con hostilidad al desdichado.
Tuvo que seguir soportando el hambre, la soledad.
Cuando comenzó a
llegar el atardecer, la preocupación empezó a filtrarse entre la
depresión pesada de su pecho. Necesitaría un nuevo sitio donde pasar la
noche. «Me tocará dormir en esta banca». Se acomodó, sacó una chaqueta
grande y dispuso su maleta como almohada. Se acostó mirando al cielo
nublado por entre las hojas y ramas del árbol. Hacía algo de frío. A
medida la noche avanzaba, en las esquinas del parque comenzaban a verse
figuras peculiares merodeando, como seres de otro mundo subterráneo y
nocturno. Él sabía bien qué eran. Las prostitutas iban, venían, se
paseaban y esperaban, mientras el estómago se estremecía en el ardor. De
alguna u otra forma tendría que buscar la manera de conseguir dinero y
comida. Tal vez por su estado depresivo, por la necesidad y la
desolación, por experimentar o la aparente conveniencia, decidió hacer
algo más. Se levantó, se cambió de ropa allí en el parque, trató de
asearse un poco con el agua de la fuente y se dirigió decidido hacia una
de las esquinas. Las demás lo miraban con prepotencia y a la defensiva,
como dejándole claro a la nueva competencia su sitio. Comenzaba a
sentirse fuera de lugar. «No puedo creer que haya llegado a esto. ¿Qué
estoy haciendo?». Las miradas y comentarios de las demás prostitutas y
prostitutos comenzaron a disiparse entre la noche y las luces
aletargadas del parque. Al cabo de un tiempo, un automóvil se acercó
despacio y bajó la ventanilla. El hombre adentro echó un vistazo a
quienes se hallaban cerca. Lo llamó con una seña. Él, pretendiendo
experiencia o imitando gestos y maneras que había observado, se acercó
con cierto titubeo al automóvil. No podía creer lo que estaba haciendo.
Una conversación casi susurrada, su piel erizándose ante la tensión de
aquel momento y la puerta del coche abriéndose. Entró. No le importó que
su vida haya estado en tanto riesgo, al fin y al cabo, los golpes lo
habían desensibilizado y ya no le importaba más.
El automóvil se
dirigió al mismo motel en el que se había hospedado la noche anterior.
Su corazón, el palpitar, la tensión, la piel eriza, el nerviosismo
constriñéndole el alma. Llegaron, entraron a la habitación y los olores,
y el hombre le ordenó que se quitara la ropa. Se fue despojando
lentamente, poco a poco, de lo poco que le quedaba de su vida y
dignidad. Esa sería su primera vez. Le faltaba poco más de un año para
ser mayor de edad, y ya veía todos sus sueños siendo rotos aquella
noche. Se sentía sucio. Nada memorable, nada suyo. Solo el dolor aún lo
hacía sentirse vivo.
Pasó la noche, recibió el dinero. Pudo comer
algo, pero necesitaría más para poder comer el próximo día. Así pasó
los días siguientes, entre la soledad, el hambre, las sombras, la
tristeza, la suciedad, las drogas y la prostitución. Aquello era ese
mundo. Cada día se sentía más decaído, más al fondo de un fosa oscura.
Su cara demacrada, su cuerpo violado y dolorido por la necesidad y el
abuso necesario de los polvos y vapores, su único escape del infierno
gélido en que se hallaba. Cada día más miserable. Después de trabajar se
pasaba el resto de la noche sentado en el baño del motel, entre la
mugre y la humedad nauseabunda del lugar, consolándose en las drogas y
su llanto, mortificándose con los recuerdos de los días más amenos. Sin
ninguna familia, sin ningún amigo ni el más mínimo apoyo de nadie. Se
hería el alma entre sollozos y gritos ahogados en lágrimas. Un solo
abrazo le había bastado.
A poco menos de un mes, después de haber
intentado otra vez probar suerte con sus padres y encontrar la puerta
cerrada, después de otra tarde de hambruna y otra noche de violación, se
quedó de nuevo en el baño ahogando su desgracia. Ahora ya se inyectaba,
ya el vapor no era suficiente para nublar la imagen de su miseria y su
dolor. Había estallado en llanto como casi siempre, con el alma un poco
más desgarrada. Lloró y lloró por varios minutos, hasta que el letargo
narcótico lo sumió en aquel mirar absorto e inerte. Una luz pálida se
asomaba en la ventana, como tratando de ver lo que ocurría. Hacía frío.
Él estaba sentado en el suelo, solo observándolo, abandonado en su
mirada y nada más. Parecía que el alma se le estuviera saliendo a través
de la pupila, que apenas algo le quedara de ella en aquel cuerpo. Solo
su respiración casi ahogada y uno que otro parpadeo recordaban su
presencia.
Apoyaba su mentón sobre las rodillas, tratando de
abrazarse las piernas como un último consuelo. Miraba las líneas de la
argamasa entre las losas formando la cuadrícula. Con el despecho y el
dolor en un suspiro, movió su brazo pesadamente, con las memorias
sádicas arremolinadas en la córnea. Aquellas leves y vagas pulsaciones
de vida hicieron que soltara las piernas y las dejaran gravitar,
reposando en el suelo inmundo. Ya no lloraba, estaba ya vacío, no había
ya nada más que ver más allá de la oscuridad sin vida en su pupila, ya
no había más ningún reflejo del espíritu. Con aquel despecho se hería el
alma, se hería el corazón y se hirió las venas. Su vida, ya casi toda
afuera, terminaba de salirse por su piel. De la herida comenzó a brotar
la sangre llena toda de zozobra y maldición, de aquello que lo hacía tan
asqueroso. El suelo quedó todo cubierto de aquel rojo oscuro,
ayudándose de las líneas de la cuadrícula para avanzar. Un último
suspiro, el más profundo y estremecido, dejó sentir el último vestigio
de alma, saliéndole en el tremor de una exhalación. Poco a poco. Con la
mirada absorta y disipada quedó en el suelo de aquel baño, mirando por
última vez los recuerdos de aquellos días en los que en el aire podía
olerse cierto polen de felicidad, o al menos de alegría, como si
intentara, ahora que ya era demasiado tarde, no olvidarlos nunca más.
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