domingo, 24 de junio de 2012

Gracias

Gracias por escucharme
Gracias por verme y por no dejarme
Gracias por estar conmigo
Gracias por el silencio conmigo
Gracias por sostenerme y decirme que yo podría ser
Gracias por ayudarme
Gracias por romper mi corazón
Gracias por desgarrarme
Ahora tengo un fuerte, fuerte corazón.

Deseo

Bendita soledad
que llevo en secreto
disimulando la tristeza
y mi ansiado deseo.

sábado, 16 de junio de 2012

Sangre




 Sangre que no se elije pero se lleva. Sangre que te nutre y se revela. Sangre que te marca y te condena...

Creacionista

Él pinta con gotas y luz un mundo que sólo existe en su corazón añorante.

viernes, 15 de junio de 2012

Exceso

A exceso de sufrimiento, exceso de noche y de silencio.

Miradas

Una luz pálida se asomaba en la ventana, como tratando de ver lo que ocurría. Hacía frío. Él estaba sentado en el suelo, observándolo, abandonado en su mirada y nada más. Sus ojos se habían sumergido en el espacio que quedaba entre los azulejos mugrientos del piso y el infinito supuesto detrás de ellos, con ese mirar perdido de alguien consumido en sus fantasías, absorto, desenfocado de este mundo. Parecía que el alma se le estuviera saliendo a través de la pupila, que apenas algo le quedara de ella en aquel cuerpo. Solo su respiración leve y casi ahogada, uno que otro parpadeo, recordaban que aquello aún tenía vida.

Al menos había parado de llorar. Aquel cuadro habría sido aun más deprimente. Quizás él era el único que podía entender lo que lo desgarraba, la inmensa angustia que le trituraba ese poquito de alma. Apoyaba su mentón sobre las rodillas, tratando de abrazarse las piernas como un último consuelo. Detrás de aquella mirada habían comenzado a arremolinarse los recuerdos de unos tiempos diferentes, de momentos en los que en el aire podía olerse cierto polen de felicidad, o al menos de alegría —que alguna diferencia tienen— o de quietud, de paz, tranquilidad, de lo que fuera. Seguramente el único consuelo en la memoria. Recordaba las tardes de basketball con su papá, privilegios algo escasos; las veces en que ayudaba a su mamá con el almuerzo y podía abrazarla sin temor a decirle que la quería; esas raras ocasiones en las que dejaba salir lo emocional sin importarle las miradas; las cotidianidades; los días en que podía andar libremente por su casa sin mayor temor, sin tanto acecho sofocante, porque había sabido camuflarse y pretender; aquellos amigos incondicionales, los que habían jurado ser para toda la vida, con los que había compartido tantas diversiones y reveses; aquellos días, aquella tranquilidad, aquel recuerdo que parecía ya haber muerto. Ahora cada rostro, cada memoria, se convertía en una mirada amenazando como fieras, y un par de lágrimas brotaron de sus ojos.

Solo un recuerdo quedaba ya en su mente. Una revista y un infierno desatado. Su papá furioso golpeando la puerta, entrando con violencia, agarrándolo de la camisa y gritándole «¡¿Qué carajos es esto?!» mientras lo arrojaba contra la pared y el puño alzado. Su mamá llorando, sin querer verlo nunca más. El amigo con quien había estado haciendo tareas solo observaba inmóvil sin entender nada de lo que pasaba. «¡¿Qué putas hacías con esta mierda?!» le seguía gritando el papá con la cara enrojecida por la ira. Él solo lo miraba paralizado de miedo. Su pesadilla más temida sucediendo. No podía creer que fuera cierto. Parecía que no importaba que su amigo todavía estuviera allí. Solo vio cómo el papá lo golpeaba sin alguna compasión y lo tiraba al suelo. El amigo logró ver la revista cuando el papá había terminado y se la lanzó a la cara. De inmediato le dio asco pensar que ese infeliz allí tendido alguna vez haya sido su amigo. «¡Te largas ahora mismo de esta casa! No quiero un maricón viviendo aquí», terminó de gritarle el papá mientras salía golpeando las paredes y la mamá le pedía al amigo que se retirase. Ya era demasiado tarde.

Se quedó allí en el suelo, todavía sintiendo los gritos, los golpes, los moretes palpitando y la sangre saliéndole por la nariz. Lloró. Lloró adolorido hasta el alma y preguntándose por qué había sido tan estúpido. Se quedó un rato ahogándose en su pena, en esa angustia densa que lo aplastaba. No pudo soportarla más. Se levantó, recogió apresurado y tembloroso algunas cosas, las que pudo meter en una maleta vieja, y salió de prisa de la casa aún con lágrimas en los ojos. Ni siquiera dijo adiós a sus papás, no quisieron ni mirarlo. Solo la maleta y unos pocos billetes ahorrados eran su compañía ahora.

Trató de buscar ayuda con esos "amigos incondicionales", pero la noticia ya había comenzado a dispersarse. Se encontró solo con puertas cerrándose y unos «Lárgate de aquí, maldito maricón», entre otras expresiones de asco y desprecio. Uno incluso salió impulsivamente de la casa y comenzó a golpearlo. Pelearon hasta que su nariz comenzó a sangrar de nuevo y el otro lo empujó diciendo «Aléjate de mí, pervertido de mierda». Estaba solo, con su mundo destruido, moretones en la cara, desfigurado y sangrando desde el alma, solo algo de dinero y sin tener dónde dormir. De todo lo que había sostenido su mundo: su familia, sus amigos, ahora solo le quedaba la repugnancia de sus miradas y el dolor. Todo desplomado en una sola tarde.

Apenas logró levantarse para caminar y buscar un lugar para pasar la noche antes de que oscureciera. Decidió ir a la casa de una tía, hermana de su mamá, que vivía a unas calles de distancia. Llegó y se encontró con unos ojos invadidos de tristeza. Le dio algo de dinero, y le dijo que se hospedara en un motel a tres cuadras de allí donde cobraban barato. «Ten cuidado».

Llegó al lugar. Estaba viejo y descuidado, la atmósfera se espesaba con el humo cargado del cigarrillo y los olores que no se sabe de dónde vienen, iluminada solo por unas luces moribundas, deprimiendo aun más el espíritu. Le dieron una habitación. El dinero apenas le alcanzó para una noche y tal vez algo de comer. Se sentó al borde de la cama desgastada y con olores más que humanos. Quedó en silencio. Se escuchaban los submundos rodeándolo al otro lado de los muros. Rompió en llanto. Hundió la cabeza entre las manos y se ahogó en su tormento. Todo su mundo destruido en un solo parpadeo. «¡¿Por qué?!», se preguntaba entre lágrimas. Nadie a su lado, nadie con quien contar. La más pura desolación. Un solo abrazo habría bastado para reconfortarle el espíritu quebrado. Ya era noche y solo la luz de la bombilla agonizante del lugar y la luz pública lo contemplaban, filtrándose en la habitación a través de las persianas a punto de caerse de la ventana. Al rato salió de la habitación hacia los demás mundos ocultos allá afuera. Volvió con un alivio. Un poquito de polvo blanco en el que se gastó lo que le quedaba de dinero. Quería olvidarse un momento de aquella soledad, del abandono y el dolor que le roía el alma. Se metió al baño, que por lo menos unos cuartos tenían uno propio, aunque estuvieran ya pudriéndose en detrito.

«¡Hijos de puta!» gritó como para sí mismo, para las paredes, para el vacío que lo rodeaba. «¡Cómo me echaron de la casa siendo su propio hijo!». Ya estaba en el suelo, bajo los efectos lenitivos del polvo y sus vapores. Se calmó, mirando al piso, los ojos desconectados del mundo, el dolor apaciguándose. Después de un tiempo, sin embargo, el llanto comenzó a subir de nuevo por su garganta, hasta salir en lágrimas que rompieron el silencio, uniéndose a la mugre de los azulejos del piso. Ahora no tenía a nadie.

Al despertar eran ya las diez y media de la mañana. La luz blanquísima y cegadora del sol le molestaba, aún sentía pesarle el sopor de las drogas, aletargado, una especie de resaca que lo hizo vomitar. Ni siquiera consideró ir al colegio, habría sido un suicidio atreverse a poner un pie en aquel ambiente tan hostil. Las miradas corrosivas se abalanzarían contra él, amenazando con apuñalarlo, y tal vez hasta llegarían a pasar de la amenaza. Sentía que, de todas formas, ya no tenía nada qué hacer allí. Debía irse del motel, solo había pagado por una noche. Se dirigió a un parque, a sentarse en una banca y ver cómo conseguía algo para comer. Al cabo de unas horas, cuando las entrañas comenzaron a retorcerse entre sus ácidos, decidió probar suerte acercándose a su casa. Tal vez sus papás se compadecerían, habrían suavizado sus ánimos y lo aceptarían de regreso. Pero solo encontró el mismo desprecio, el mismo asco, unos insultos y una puerta casi estrellándose contra su nariz.

Tuvo que regresar al parque. En el camino, pasó por una tienda, decidió entrar y se apresuró a tomar algo y salir corriendo lo más rápido que la fatiga y su maleta le dejasen. Serviría para calmar el hambre al menos un momento. «¡Detengan a ese ladrón!», gritó el vendedor al darse cuenta. Por fortuna, nadie lo atrapó y logró escapar y llegar al parque para comerse el pan y la manzana que había logrado coger. De nuevo, se quedó esperando la nada, viendo a la gente pasar, pensando en qué haría bajo la sombra de un árbol, que era el único que no respondía con hostilidad al desdichado. Tuvo que seguir soportando el hambre, la soledad.

Cuando comenzó a llegar el atardecer, la preocupación empezó a filtrarse entre la depresión pesada de su pecho. Necesitaría un nuevo sitio donde pasar la noche. «Me tocará dormir en esta banca». Se acomodó, sacó una chaqueta grande y dispuso su maleta como almohada. Se acostó mirando al cielo nublado por entre las hojas y ramas del árbol. Hacía algo de frío. A medida la noche avanzaba, en las esquinas del parque comenzaban a verse figuras peculiares merodeando, como seres de otro mundo subterráneo y nocturno. Él sabía bien qué eran. Las prostitutas iban, venían, se paseaban y esperaban, mientras el estómago se estremecía en el ardor. De alguna u otra forma tendría que buscar la manera de conseguir dinero y comida. Tal vez por su estado depresivo, por la necesidad y la desolación, por experimentar o la aparente conveniencia, decidió hacer algo más. Se levantó, se cambió de ropa allí en el parque, trató de asearse un poco con el agua de la fuente y se dirigió decidido hacia una de las esquinas. Las demás lo miraban con prepotencia y a la defensiva, como dejándole claro a la nueva competencia su sitio. Comenzaba a sentirse fuera de lugar. «No puedo creer que haya llegado a esto. ¿Qué estoy haciendo?». Las miradas y comentarios de las demás prostitutas y prostitutos comenzaron a disiparse entre la noche y las luces aletargadas del parque. Al cabo de un tiempo, un automóvil se acercó despacio y bajó la ventanilla. El hombre adentro echó un vistazo a quienes se hallaban cerca. Lo llamó con una seña. Él, pretendiendo experiencia o imitando gestos y maneras que había observado, se acercó con cierto titubeo al automóvil. No podía creer lo que estaba haciendo. Una conversación casi susurrada, su piel erizándose ante la tensión de aquel momento y la puerta del coche abriéndose. Entró. No le importó que su vida haya estado en tanto riesgo, al fin y al cabo, los golpes lo habían desensibilizado y ya no le importaba más.

El automóvil se dirigió al mismo motel en el que se había hospedado la noche anterior. Su corazón, el palpitar, la tensión, la piel eriza, el nerviosismo constriñéndole el alma. Llegaron, entraron a la habitación y los olores, y el hombre le ordenó que se quitara la ropa. Se fue despojando lentamente, poco a poco, de lo poco que le quedaba de su vida y dignidad. Esa sería su primera vez. Le faltaba poco más de un año para ser mayor de edad, y ya veía todos sus sueños siendo rotos aquella noche. Se sentía sucio. Nada memorable, nada suyo. Solo el dolor aún lo hacía sentirse vivo.

Pasó la noche, recibió el dinero. Pudo comer algo, pero necesitaría más para poder comer el próximo día. Así pasó los días siguientes, entre la soledad, el hambre, las sombras, la tristeza, la suciedad, las drogas y la prostitución. Aquello era ese mundo. Cada día se sentía más decaído, más al fondo de un fosa oscura. Su cara demacrada, su cuerpo violado y dolorido por la necesidad y el abuso necesario de los polvos y vapores, su único escape del infierno gélido en que se hallaba. Cada día más miserable. Después de trabajar se pasaba el resto de la noche sentado en el baño del motel, entre la mugre y la humedad nauseabunda del lugar, consolándose en las drogas y su llanto, mortificándose con los recuerdos de los días más amenos. Sin ninguna familia, sin ningún amigo ni el más mínimo apoyo de nadie. Se hería el alma entre sollozos y gritos ahogados en lágrimas. Un solo abrazo le había bastado.

A poco menos de un mes, después de haber intentado otra vez probar suerte con sus padres y encontrar la puerta cerrada, después de otra tarde de hambruna y otra noche de violación, se quedó de nuevo en el baño ahogando su desgracia. Ahora ya se inyectaba, ya el vapor no era suficiente para nublar la imagen de su miseria y su dolor. Había estallado en llanto como casi siempre, con el alma un poco más desgarrada. Lloró y lloró por varios minutos, hasta que el letargo narcótico lo sumió en aquel mirar absorto e inerte. Una luz pálida se asomaba en la ventana, como tratando de ver lo que ocurría. Hacía frío. Él estaba sentado en el suelo, solo observándolo, abandonado en su mirada y nada más. Parecía que el alma se le estuviera saliendo a través de la pupila, que apenas algo le quedara de ella en aquel cuerpo. Solo su respiración casi ahogada y uno que otro parpadeo recordaban su presencia.

Apoyaba su mentón sobre las rodillas, tratando de abrazarse las piernas como un último consuelo. Miraba las líneas de la argamasa entre las losas formando la cuadrícula. Con el despecho y el dolor en un suspiro, movió su brazo pesadamente, con las memorias sádicas arremolinadas en la córnea. Aquellas leves y vagas pulsaciones de vida hicieron que soltara las piernas y las dejaran gravitar, reposando en el suelo inmundo. Ya no lloraba, estaba ya vacío, no había ya nada más que ver más allá de la oscuridad sin vida en su pupila, ya no había más ningún reflejo del espíritu. Con aquel despecho se hería el alma, se hería el corazón y se hirió las venas. Su vida, ya casi toda afuera, terminaba de salirse por su piel. De la herida comenzó a brotar la sangre llena toda de zozobra y maldición, de aquello que lo hacía tan asqueroso. El suelo quedó todo cubierto de aquel rojo oscuro, ayudándose de las líneas de la cuadrícula para avanzar. Un último suspiro, el más profundo y estremecido, dejó sentir el último vestigio de alma, saliéndole en el tremor de una exhalación. Poco a poco. Con la mirada absorta y disipada quedó en el suelo de aquel baño, mirando por última vez los recuerdos de aquellos días en los que en el aire podía olerse cierto polen de felicidad, o al menos de alegría, como si intentara, ahora que ya era demasiado tarde, no olvidarlos nunca más.

viernes, 1 de junio de 2012

Plegarias para Bobby

¿Y si las luciérnagas se apagan para siempre?

Ayer decidí ver la película en casa. Digo "casa" por llamarla de alguna forma. Vi la película en casa. "Plegarias para Bobby". Y desde un comienzo sabía que la iba a ver solo. Solo. Solo a pesar de que ahí estaban mi padre, mi madre y mi hermano. Y no estaban. No conmigo, no a mi lado, no con un abrazo, no con una sonrisa. Y yo sigo creyendo en los cuentos. Sigo en el País del Nunca Jamás. Porque no quiero volver. Porque allí me siento a salvo. Sentí solo. Lloré solo. Me tragué las lágrimas, me esforcé por respirar, me convencí de que mi vida no dependía ya de mi familia. Porque mi familia no entiende y nunca entenderá. La gran excepción es mi hermana, mi mano salvadora, mi cable a tierra, esa mirada cómplice que me da motivos para no abandonar la guerra, para lucir mi uniforme de soldado valiente, para ser feliz. Mi hermana. Los demás son personajes sin rostro, desconocidos, palabras sin amor.
"Prefiero un hermano muerto que un hermano homosexual", atacan de un lado. "Prefiero una hija terrorista que una hija lesbiana", atacan del otro. "Prefiero un ladrón", otro golpe. "Prefiero un asesino", y otro. Entonces me planto ante el espejo, como hizo Bobby, y me pregunto qué sigue. "No, nunca podré dejar que nadie sepa que no soy heterosexual. Sería tan humillante. Mis amigos me odiarían. Incluso tal vez quieran darme una paliza. ¿Y mi familia? Los he oído a ellos y han dicho que odian a los homosexuales, y que aun Dios también odia a los homosexuales. Los homosexuales son malos, y Dios envía a los chicos malos al infierno. Realmente me asusta cuando hablan de mí." Palabras de un Bobby torturado, acorralado, acechado. El enemigo en su propia casa. Una casa vacía donde se siente o la hacen sentir enfermo, sucio, pecador, pervertido. Incluso Bobby, al borde del precipicio, atormentado por todos estos discursos destructivos, se los cree dominado por la desesperación. Pide su cura, pide su salvación. Pero no había nada que curar, no había nada que salvar. Demasiado tarde. Bobby ya había saltado del puente. Bobby ya había dicho adiós.
¿La homofobia en casa? ¿En nuestra propia casa? ¿Dios odia y castiga a los homosexuales? ¿Acaso Dios no es amor? ¿Entonces qué esperar del mundo? ¿De neonazis que torturan a un chico hasta su muerte sólo por ser homosexual? ¿De legisladores que, sentados plácidamente en su silla como si todo fuera bien, rechazan una Ley Antidiscriminatoria? ¡Nada está bien! ¡El mundo y la humanidad están mal! Con estos pasos vamos en la dirección equivocada y lo único que tenemos delante es el gigantesco abismo. La homofobia sigue cobrándose víctimas. Y los ojos de la mayoría, porque parece que continuamos hablando en términos de "mayoría" y "minoría", siguen vendados. ¡NO ES NORMAL! ¡NO ES NATURAL! ¡ES UNA ABERRACIÓN! ¡ES ENFERMEDAD, ES PECADO! ¡Y un chico se vuela la cabeza con un revólver! ¡Y otro se ahorca en su propia habitación! ¡Y otro se corta las venas hasta desangrarse! ¡Y otro salta de un puente a las ruedas de un camión! ¿HASTA CUÁNDO? ¿HASTA CUÁNDO, PAPÁ? ¿HASTA CUÁNDO, MAMÁ?
Si no me matan ustedes, me mata el mundo. ¿Habrá tiempo para lamentaciones, habrá tiempo para reconciliaciones cuando ya no esté con ustedes, cuando decida abandonarlos, cuando decida marcharme para descubrir qué se siente ser feliz? No. No habrá tiempo. No existen las absoluciones. No existen las redenciones. Existe el amor, aquí y ahora. Ese abrazo que falta, esa sonrisa que abriga. Un "contá conmigo". Un "aquí estoy, no temas". Tarde o temprano daré el paso definitivo y cruzaré la línea blanca. ¿Cuál es el destino? ¿La muerte? ¿Una nueva vida? ¿Mi verdadero hogar? Mi destino es lejos de aquí aunque me duela, aunque me parta el corazón. Lejos del odio, lejos de la incomprensión, lejos de la soledad. La familia no se elige, pero sí se eligen los buenos y grandes amigos que me esperan allí con los brazos abiertos. Bienvenido. Siempre. Amigos que viven en mí, amigos por los que mi vida está llena de amor.

"Antes de hacer eco de amén en tu hogar o en tu iglesia, piensa y recuerda. Un niño está escuchando."
(Mary Griffith)