sábado, 18 de agosto de 2012

Laberinto

Si yo fuera un espacio, sería un laberinto. Las paredes estarían formadas por arbustos verdes, que siempre estarían bien recortados, y tendría un prolijo sendero de piedra. Pero también tendría muchas vueltas: sería un laberinto de los complicados, donde es difícil avanzar y también volver para atrás. Sería muy fácil caminar por varios pasillos los martes y los miércoles, por ejemplo, creyendo que
se va por buen camino, y descubrir que se está perdido otra vez los jueves y viernes. O sentirse confiado los sábados, para volver a perder la esperanza el domingo.

Mi laberinto, o mejor dicho, el laberinto de mi, estaría al aire libre, no tendría techo. Se podría ver la luna y las estrellas de noche, sentir el calor del sol de día y dejarse mojar por la lluvia en una tormenta. En algunos cercos crecerían flores perfumadas, pero en otras secciones habría matorrales espinosos. Tendría secciones olvidadas, cubiertas de telarañas y polvo, y otras resplandecientes y con bancos en los que uno quisiera quedarse al menos por un tiempo. Quedarse sentado no es posible, hay que seguir avanzando.

El laberinto no tiene salidas, solamente tiene varias entradas y un centro. El objetivo es llegar al centro, no salir. Del laberinto no se sale, sólo se queda perdido, olvidado en el camino. Nadie sabe muy bien con qué se va a encontrar en el centro. Lo que hay ahí es aún más misterioso que la manera de alcanzarlo. Muy pocos llegan al centro; algunos sólo alcanzan a vislumbrarlo de lejos.

No sé si llegar al centro compensa tanto esfuerzo. Lo que cuenta es hacer el intento.

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